Desde pequeño, cuando acudía junto a mi padre al fondo norte de aquella Romareda, el fútbol ha sido una de mis pasiones. De hecho, lo vivo así: apasionadamente. Hasta el punto de que quienes me conocen acaban sorprendidos de que sea tan alemán ante un informe de mi trabajo y tan griego después de que nuestro equipo marque algún gol. Y es que el carisma de este deporte traspasa cualquier límite imaginable.
Mi abuelo nos contaba que en tiempos de la Guerra ambos bandos se permitían ciertas treguas para disputar entre ellos algún partidillo. Y recuerdo que otra vez, ejerciendo mis labores de médico en aquel país lejano, uno de los traductores me pidió un balón de fútbol, pues no halló mejor elemento que simbolizará sus deseos de paz.
Ante el anuncio de la creación de una Superliga Europea de este deporte por parte de doce clubes fundacionales, al margen de las simpatías que pueda tener por cualquiera de ellos e incluso de las antipatías que pudieran generarme la UEFA o la propia Liga española, declaro como aficionado mi firme postura en contra. Y lo hago haciendo mías las palabras de un hombre de fútbol de la cabeza a los pies; de ese entrenador argentino que dio ejemplo de fair play cuando jugándose el ascenso con el Leeds United ordenó a sus jugadores que se dejaran meter un gol, porque previamente habían marcado otro estando un contrario lesionado. Para el maestro Bielsa, los poderosos son los que producen, pero el resto son indispensables. Lo que le da salud a la competencia es la posibilidad del desarrollo de los débiles. Los ricos quieren serlo más a costa de que los pobres sean más pobres. Una de las razones por las que el fútbol es el deporte más famoso del mundo es porque el débil puede vencer al fuerte.
Y en verdad, así es, pues el balompié no puede medirse solo con el prisma de un negocio. Por ello sin avaricias -siempre insolidarias-, y como lucía esta noche en una de las pancartas de su estadio, que cada cual gane sus derechos sobre el terreno de juego.
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