Quizá por ser un animal rutinario, desde muy niño mi desayuno acostumbra a ser parecido: cualquier yogurt natural, un zumo de naranja, alguna que otra galleta y esa pieza de fruta, que habitualmente acaba siendo plátano. De hecho, me gusta comerlo a diario, y en especial por su calidad aquellos que provienen de Canarias.
Además de ser rico en hidratos de carbono, esta fruta constituye una fuente de energía rápida. Posee abundante fibra que favorece el tránsito intestinal, antioxidantes que protegen nuestro corazón, una catarata de vitaminas -particularmente B, C y E-, oligoelementos -desde hierro contra las anemias hasta potasio ante la fatiga-, triptófano -con propiedades antidepresivas-, taninos e inulinas que contribuyen al normal funcionamiento del sistema inmunitario, ayudando de paso a reducir el estrés. Es apto para diabéticos, bajo en sodio, ideal para mujeres embarazadas, madres lactantes, niños, ancianos o deportistas... Y además sin engordar, porque su contenido de grasas es mínimo.
No obstante, desde hace unos días sumo a estas razones otra de lo más emotiva. Como nos recuerda nuestra amiga canaria Ana -una persona que, pese a las distancias, ha estado en los momentos más importantes de mi existencia-, el 80% de la Isla de La Palma vive del sector platanero, por lo que ante la desgracia que están padeciendo, hay que sacar adelante sus cosechas. Advierte también que en las próximas semanas esos plátanos lucirán más arañazos de lo normal por efecto de las cenizas de aquel volcán, si bien tal detalle solo afectará a su imagen, no a sus propiedades ni a su sabor.
Así que a la vez que degustamos esta fruta tan sana y apetitosa, ejerceremos una solidaridad imprescindible que encima -como también me ha enseñado la Vida- posee efecto búmeran: al final, de uno u otro modo, siempre acaba volviendo.
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