A menudo, desde su inocencia, los niños son paradójicamente quienes la contemplan con más naturalidad. Y así, en el adiós de su abuelito Manolo -el último de los cuatro que les quedaba-, nuestros Principito y Sirenita, ejerciendo su derecho de llorarle como los que más, nos han dado una lección de serenidad.
El primero recordará siempre lo mucho que su abuelo le enseñó. A él fueron dedicados los goles que marcó en ese partido de balonmano, en aquel pabellón tan cerca del Hospital que hasta creía sentir sus aplausos. La segunda asegura, sin duda, que tuvo al mejor yayo del mundo, pues nadie -absolutamente nadie- le llamaba y le quería como lo hiciera él. ¡Qué bien que en tales circunstancias puedan expresar sus sentimientos!
Además, desde esa actitud nuestra de acogida, cada pregunta planteada ha resultado más complicada que la anterior. Mientras que el Principito se interesó por cuestiones trascendentales relacionadas con ese viaje que acababa de emprender, la Sirenita -mucho más práctica- ya nos preguntaba por lo que estaría haciendo allá arriba entre las nubes. Ciertamente, ese es ahora otro de sus derechos, debiéndoles responder de manera natural, acorde a su edad y con un lenguaje cercano.
Por supuesto, agradecemos también la empatía mostrada en el colegio por todos sus amigos. Este ofreció su juguetes, esa le escribió un poema... Aquel llegó a decirles a corazón abierto que si en algún momento tenían nostalgia, les prestaría por un rato a su abuela.
Evidentemente, el duelo constituye otro proceso adaptativo que requiere tiempo, de manera que todos -incluso los chiquillos- necesitan un periodo para despedirse. Y evidentemente también, nosotros -los adultos- acabaremos sirviéndoles de referente. No en vano, como asegurase el famoso psicoanalista Erik K. Erikson, los niños sanos no temerán a la vida si sus mayores tienen la suficiente integridad para no temer a la muerte.
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