Aun a riesgo de parecer retórico, no encuentro calificativos para describir a una persona tan extraordinaria, tierna, buena, cariñosa, humilde, dulce, generosa, sufrida, sincera, entrañable. Porque además de darnos todo y ser el eje de la familia, no hubo un solo momento que no estuviera ahí, pendiente de sus retoños, derrochando sentimientos y alegrías sin mayor interés que el nuestro.
Ella decía que a pesar del tifus de los cuarenta, su infancia fue feliz. Tenía la costumbre, diabólica costumbre en una criatura, de chuparse el pulgar de su mano derecha. Alarmados por ello, el maestro y el boticario decidieron solucionarlo según los cánones del momento. Cada vez que entraba en la escuela le colgaban dos tablillas a modo de peto en las que podía leerse: “Teodora, la chupona”.
En cualquier otro caso habría sido motivo de burla por el resto de la chiquillería. Pero aquella niña era tan especial que todos guardaron sus mofas para cuando el travieso de Carlitos se hiciera pis en la cama.
Mamá siempre quiso que yo escribiera. Tal vez por quedar huérfana tan niña y convertirse en mujer de forma precipitada, faltaron demasiados cuentos en esa infancia. No en vano, con doce años viajó sola del pueblo a la capital para trabajar como criada. Eran muchos en su casa y mi abuelo no tuvo más remedio que enviarla hasta allí.
Aunque sus señores presumían de ser gente de bien, sé por mis tías que pasó bastantes noches castigada en la cocina, y más de un seis de enero en el que los Magos de Oriente no se detuvieron en su habitación. Cenicienta sin hada, apenas se quejaba para no generar preocupaciones.
Quizá por haberlas anhelado de pequeña, se emocionaba tanto con las pocas historias que le relataba y que luego compartía con sus amigas de labor, de la gimnasia de mantenimiento, de sus cafés de los martes.
- ¡Todas hemos llorado!
Yo solía decirle que los artículos científicos que impone la Medicina eran otra forma de literatura que, en esos momentos y a fin de dar contenido a mi currículum, me interesaba mucho más.
- Ya escribiré en vacaciones -le respondía.
Ella, comprensión sin límite, simplemente sonrió.
El último presente que le hice en vida fue una bata de tonalidad azul. Se la compré por el Día de la Madre. Era de tela lisa, muy bonita, y le quedaba perfecta. Mil canciones, un amor inmenso, una paella junto a los suyos y la tarta de chocolate completaron el detalle. ¿Cómo pueden caber tantos besos en una celebración?
El destino, a veces tan injusto, no permitió que estrenase aquella prenda.
Creo sinceramente que mamá es de esas personas que por su talante merecía lo mejor. Si pudiera tornar al ayer le contaría un millón de cuentos que ella, de seguro, extendería a su entorno. Pero sé que prefiere que no me instale en el pasado y que cuanto haga sea mirando al mañana.
Estoy convencido de que desde allá arriba sentirá muy dentro cada una de estas páginas. Unas líneas pintadas de azul... ¡El color que tanto le fascina!
Mamá siempre quiso que yo escribiera. Tal vez por quedar huérfana tan niña y convertirse en mujer de forma precipitada, faltaron demasiados cuentos en esa infancia. No en vano, con doce años viajó sola del pueblo a la capital para trabajar como criada. Eran muchos en su casa y mi abuelo no tuvo más remedio que enviarla hasta allí.
Aunque sus señores presumían de ser gente de bien, sé por mis tías que pasó bastantes noches castigada en la cocina, y más de un seis de enero en el que los Magos de Oriente no se detuvieron en su habitación. Cenicienta sin hada, apenas se quejaba para no generar preocupaciones.
Quizá por haberlas anhelado de pequeña, se emocionaba tanto con las pocas historias que le relataba y que luego compartía con sus amigas de labor, de la gimnasia de mantenimiento, de sus cafés de los martes.
- ¡Todas hemos llorado!
Yo solía decirle que los artículos científicos que impone la Medicina eran otra forma de literatura que, en esos momentos y a fin de dar contenido a mi currículum, me interesaba mucho más.
- Ya escribiré en vacaciones -le respondía.
Ella, comprensión sin límite, simplemente sonrió.
El último presente que le hice en vida fue una bata de tonalidad azul. Se la compré por el Día de la Madre. Era de tela lisa, muy bonita, y le quedaba perfecta. Mil canciones, un amor inmenso, una paella junto a los suyos y la tarta de chocolate completaron el detalle. ¿Cómo pueden caber tantos besos en una celebración?
El destino, a veces tan injusto, no permitió que estrenase aquella prenda.
Creo sinceramente que mamá es de esas personas que por su talante merecía lo mejor. Si pudiera tornar al ayer le contaría un millón de cuentos que ella, de seguro, extendería a su entorno. Pero sé que prefiere que no me instale en el pasado y que cuanto haga sea mirando al mañana.
Estoy convencido de que desde allá arriba sentirá muy dentro cada una de estas páginas. Unas líneas pintadas de azul... ¡El color que tanto le fascina!
6 comentarios:
Cien sonrisas, mil felicitaciones y un millón de gracias para todas las Madres (con especial atención a quienes más sufren) en ésta, su festividad, que hoy se conmemora en España, Hungría, Lituania, Portugal y Sudáfrica... Pero que en verdad celebramos cada día.
Tienes la virtud de estremecerme, querido Santiago. Qué palabras más bonitas. No me cabe duda de que tu madre fue así, no hay más que conocerte a ti un poco para darse cuenta de cuánto dejó en ti.
Un abrazo.
Mi querido amigo, me encantó tu "relato azul" sobre tu madre. No hay nada más bello que los sentimientos tal como tú los expresas. Estoy segura que desde el azul que habite tu madre, te sonreirá.
Besos.
Hola Mercedes e Isabel: Me alegra mucho encontrar vuestros comentarios en una entrada tan entrañable para mí. Y es que a veces las palabras se quedan cortas para expresar lo que sentimos... Mil gracias azules, mil sonrisas y, como siempre digo, nos seguimos leyendo.
Me parece una historia muy bonita y estoy segura tambien que desde el azul del cielo tu madre te sonrie.Besos
Gracias por tu comentario, Cristina, y sonrisas también para ti.
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