No es la primera vez que me ocurre, pero sí la última. Eran las siete menos tres minutos de la tarde de ayer, en una de las calles principales de León. Lo sé con precisión porque a en punto debía recoger a mi hijo del centro docente al que había acudido a realizar una actividad extraescolar. Iba rigurosamente en hora. De repente, un hombre salió despavorido de aquel portal:
- ¡Socorro, socorro -gritó llevándose las manos a la cabeza-... Que alguien avise a la policía, a una ambulancia!
Al verle, me acerqué a él, me identifiqué como médico y le pedí que me dijera el motivo de su angustia. Manifiestamente nervioso, comentó que a la entrada de su casa había una mujer tumbada en el suelo.
Me dirigí rápido hacia ella y procedí a una primera exploración. En efecto, estaba inconsciente, aunque respiraba, tenía pulsos periféricos y en principio no parecía sangrar. La coloqué en posición lateral de seguridad y avisé al Servicio de Emergencias del 112. Insistí en su estado de inconsciencia y de que precisaba una ambulancia con equipo médico avanzado. Quizá se tratara de lo que nosotros conocemos como código ictus. Podría ser una urgencia vital.
La policía no tardó en llegar. Al poco tiempo se acercó una enfermera ofreciéndonos su ayuda. Aquella señora seguía inconsciente. Entre tanto, noté por su vibración que mi teléfono móvil no paraba de sonar... si bien, obviamente, no lo atendí. Lo primero será siempre lo primero.
Al llegar la ambulancia, informé a su facultativo de mi actuación y colaboré en la transferencia hasta la camilla. La llevarían directamente al hospital.
Cuando quise darme cuenta, eran las siete y media. Me dirigí con presteza al centro en el que debería aguardar mi hijo. Entre medias, escuché un mensaje en mi buzón de voz. Era de su profesor, recordándome lo importante que es para todos recoger a los niños con puntualidad. Manuel pequeño esperaba en portería. Por su tono, noté que aquel docente me había juzgado; tal vez considerase mi tardanza una falta de respeto.
Ya en portería, el ordenanza me insistió en que ese no era lugar para niños y que, por favor, no volviera a llegar tan tarde. Por su lenguaje gestual, noté que también él me había juzgado; tal vez considerase mi tardanza una falta de educación.
A ninguno de los dos les ofrecí más explicaciones. Si fuera el caso, se las daré en su momento a la directora.
Porque lo importante fue que Manuel, al verme, me dio dos besos, me regaló una sonrisa inmensa y comenzó a contarme cómo había sido su día. Tan natural como siempre.
Al enfilar nuestra calle le pregunté si se había inquietado por mi retraso a la hora de recogerle, a lo que él me contestó:
- No te preocupes que te conozco, papá... Si no estabas a la hora es porque no has podido venir.
Tras esa respuesta, la sonrisa inmensa pasó a ser mía. Me encantó descubrir que mi hijo no ha adquirido todavía ese vicio tan extendido - y tan contagioso- de juzgar por prejuzgar.
martes, 23 de octubre de 2018
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