Creo que aquel viejo profesor de Epidemiología le llamó
Efecto Illinois, dado que fue en este estado norteamericano donde se describió. Y es que a principios del siglo pasado, había en él cierta ciudad que contaba con dos institutos: uno al que solo acudían jóvenes superdotados -con un cociente intelectual altísimo- y otro al que asistían el resto de los muchachos. Cuentan que su alcalde estaba obsesionado por mejorar aún más el rendimiento de ambos, de manera que encargó a su responsable de Educación que tomara medidas para que así sucediera. Y este, a sabiendas de su inmediato resultado y por encima de cualquier consideración ética, decidió trasladar a los
peores del primero -pese a ello, con un cociente muy alto- al segundo -con un cociente menor-, consiguiendo que simplemente con eso los niveles medios de ambos centros aumentaran. Sin planes de estudio, sin ninguna estrategia pedagógica, sin haber hecho nada para atribuirse unos galones que desde luego no le correspondían.
En estos tiempos del Coronavirus vivimos también consecuencias de absoluta lógica. Así, tal y como nos advirtieran desde el Ministerio de Consumo, las apuestas deportivas han caído en picado, simplemente porque no ha habido deportes... La Dirección General de Tráfico anuncia que el trimestre marzo-abril-mayo ha sido el que menos accidentes en carretera ha sumado a lo largo de la historia, únicamente porque apenas conducimos... Y tal y como publican los boletines epidemiológicos de las diferentes instituciones sanitarias, la incidencia de otras enfermedades infecciosas ha disminuido, sencillamente porque no nos hemos juntado.
Como diría aquel docente, son consecuencias naturales de lo que estamos viviendo, sin que nadie debiera atribuirse ningún mérito por ello. Algo a lo que, por cierto, somos demasiado dados. Si no, más de un siglo después, estaríamos incurriendo de nuevo en uno de los sesgos evaluativos más perniciosos que existen: el Efecto Illinois.
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