Aquel jueves de marzo yo también iba en un tren. Como cada día, tomé a las siete y media un cercanías en la estación de Alcorcón (Madrid) para dirigirme al trabajo. A esas horas los vagones están llenos de iguales; de gente madrugadora que gana cabezadas al sueño, titulares a la prensa matutina, aliento con los pellizcos al bocadillo de media jornada.
A los pocos minutos el convoy se detuvo. Dijeron por megafonía que razones técnicas obligaban a apearnos en la estación de Aluche. No me importó pues esa, precisamente, era mi parada.
Desde allí hice trasbordo al metro y cuarto de hora después encaraba la puerta del despacho. Fue entonces cuando el teléfono móvil sonó:
- ¿Estás bien, Manolo? –llamaba mi tía Pili, muy nerviosa-. He oído por la radio que ha explotado una bomba en Atocha.
A las ocho de la mañana no tenía ninguna otra información.
Al entrar en el Centro de Salud el ordenanza, lejos de bromear con mi ligero retraso, fue mucho más explícito:
- Ha sido un atentado en varios trenes. Ha habido muertos.
Desde ese momento aquel día de diario dejó de ser normal. Todos permanecimos pegados al televisor, estando a disposición de lo que de nosotros se pudiera precisar. Sus imágenes, como el latir de los presentes, conmovían al más imperturbable. Incluso el jefe reconoció sentirse consternado.
La saturación de llamadas sumió a la capital en un caos sin cobertura. El sonar de las sirenas se hizo patente en cada rincón.
Llegó la tarde, teñida de llanto. La tristeza asoma en los rostros. Las colas envuelven a los bancos de sangre, un grupo de ciudadanos manifiesta su repulsa de forma espontánea. En el hospital anexo al instituto ingresaron muchos heridos.
Mientras, las autoridades reclaman expertos para apoyar en el dolor a los allegados de las víctimas. Llevado por lo vivido tras la pérdida de mis padres, acudí a ese llamamiento junto a otro compañero. Éramos tantos los dispuestos a colaborar que no fue necesaria nuestra intervención.
Por la noche, las ventanas lucen velas en honor de los que se fueron. Yo encendí la mía.
Al final, el odio, el terror y la intolerancia disfrazados de explosivos se cobraron 192 vidas y centenares de heridos. Un arcón de proyectos e ilusiones perdidos entre la chatarra de aquellos cercanías.
Seguimos tristes. El silencio del suburbano delata esa realidad, al tiempo que pregunta su por qué...
Nota: Fragmento correspondiente al relato 192 estrellas, incluido en mi libro El amor azul marino.
domingo, 11 de marzo de 2012
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