¡Qué difícil resulta describir a papá! Un aragonés lleno de carácter, gigante y cabezudo, con tantas anécdotas en la mochila.
De niño vivió inmerso en la posguerra, reconociendo sin tapujos haber pasado hambre.
Un día otro alumno del colegio -al menos colegio es lo que ponía en la puerta de aquel patio- trajo una mandarina para el postre. La encerró con cremallera en el bolsillo del abrigo, pero mi padre le vio. Se pasó toda la clase maquinando cómo hacerse con el manjar. Ladino de juguete, la tomó en un descuido y se la llevó a la boca. Las cáscaras le hubieran delatado por lo que tuvo que ingerirla sin pelarla. Nadie descubrió nunca cómo se produjo semejante delito.
Poco después consiguió el puesto de recadero en un convento. Su trabajo consistía en llevar cajas y cajas, a cuál más pesada, de una punta a la otra. Tal vez por eso no creció lo suficiente.
Aun cuando a veces le pagaban con picadura para fumar, nunca tuvo problemas en el servicio. Hasta que un día una monja le puso en tentación. Le pidió que llevará a casa de otra novicia dos barras de pan. Pan de masa, de trigo, de harina, del que todos hablaban y ninguno conocía. ¡Tiene que saber a gloria!
Juró dar sólo un mordisco en uno de los coscurros. Luego, que de dos no pasaría. Fueron tres, y cuatro, y cinco. Al llegar a casa de la hermana apenas quedaban migas. De nada sirvieron sus ocurrencias y estuvo a una firma del reformatorio. Debería haber sabido que ciertos alimentos no se cuecen para los diablillos...
Nota: Fragmento correspondiente al cuento El síndrome de Lucciano, incluido en mi libro El amor azul marino.
lunes, 19 de marzo de 2012
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