Siendo residente de mi especialidad, Medicina Preventiva y Salud Pública, recuerdo que en aquel semestre que estuve rotando en la Agencia de Evaluación de Tecnologías Sanitarias -perteneciente al Instituto de Salud Carlos III- alguien nos presentó un estudio a propósito del racismo. Jamás olvidaré lo crítico que fui en mi valoración, al entender que contenía sesgos metodológicos de bulto. Entre ellos, preguntar directamente a los encuestados si ¿Es usted racista?, a sabiendas de que con todas las connotaciones que eso conlleva, en un altísimo porcentaje -por supuesto, alejado de la realidad que se pretende contrastar- la respuesta sería no. De ahí que nunca se validara, proponiendo como alternativa cuestiones cualitativas indirectas, del tipo ¿Le importaría compartir piso con otras personas de distinta raza? o similares.
A principios de esta pandemia conversaba con un oficial de Policía por cierto asunto relacionado con la COVID19, si bien él terminaría compartiendo una anécdota que me sorprendió. No hace tanto, se perdió una niña de seis años en algún centro comercial. Sus padres avisaron a seguridad, activándose el protocolo establecido y advirtiendo a la Policía de tal situación. De hecho, ese mismo agente estuvo interrogando a la madre, quien a falta de foto le daría detalles de su hija: edad, color del pelo, estatura, ropa que vestía... A los veinte minutos, la pequeña apareció en un probador. Desde su ingenuidad, alegó que estaba jugando al escondite. Al verla aquel policía, le llamó la atención que tuviera rasgos orientales. De hecho, se trataba de una niña adoptada de origen chino. Fue entonces cuando preguntó a la madre que por qué no le había referido tal circunstancia a fin de facilitar su identificación, a lo que ella respondió: ¡Es que nosotros no somos racistas! En mi opinión, otra sentencia sesgada... Porque probablemente, aquel agente tampoco, pero dicha información habría resultado muy valiosa para su búsqueda, sobre todo en lo referente al visionado de las cámaras.
Este mismo viernes charlaba con cierta concejala de Cultura sobre mi próximo libro, cuando ella comentó lo racista que le parecía nuestro idioma, al incluir expresiones peyorativas con la palabra negro, del tipo estar negro, trabajar como un negro o ser el garbanzo negro. Sin darle ni quitarle su razón, expuse que -ciertamente- existen palabras como esa que en su uso se han ido cargando de connotaciones negativas, que entre todos debemos corregir... si bien yo entendía ese racismo no tanto en su utilización como en la intención/emoción con que se digan. Y así, le expliqué la procedencia de esa última expresión referida a los garbanzos y que desde luego nada tiene que ver con las razas. También le comenté que mi Sirenita se refiere a los Magos de Oriente como el rey blanco -Melchor-, el rey moreno- Gaspar- y el rey negro -precisamente su favorito, Baltasar- y que, en su inocencia, yo no entendía que lo hiciera bajo ningún prejuicio. De hecho, procuramos educarla en la igualdad/tolerancia, corregiremos cualquier falta de respeto que pudiese cometer e incluso defenderemos ante ella que cada cual tiene derecho a sentirse agraviado con lo que pudiera considerar ofensivo.
Entonces aquella edil, sin darme ni quitarme mi razón, me retó a que le dijera una sola frase en la que la palabra blanco tuviera en nuestro lenguaje algún matiz negativo. No existe ninguna, sentenció. Y yo, a bote pronto, le dije las cuatro primeras que se me ocurrieron: estar sin blanca, quedarte en blanco, pasar la noche en blanco o disparar al blanco.
¡Pero esas no son expresiones racistas!, respondió. Lo que acabó confirmándome algo que, después de tantas vivencias, me ha enseñado la vida: que a menudo los prejuicios -más que en las meras palabras- descansan en esas emociones o intenciones con las que nosotros las cargamos.
Así que, por supuesto, ¡No al racismo! y sin fisuras... Pero también, mejor sin tantos sesgos.
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