Según el último análisis del panel de expertos de Naciones Unidas relativo al calentamiento global de la Tierra, estamos a nada de entrar en un punto de no retorno si no reducimos drásticamente la emisión de gases causantes del llamado efecto invernadero -principalmente CO2-, lo que conllevará más desastres climáticos.
Según el último informe científico relativo al deshielo de la Antártida, publicado este mismo mes, el derretimiento de su plataforma avanza a un ritmo mucho más rápido del que se creía, lo que anticipará una elevación del nivel del mar.
En el año 2020, la propia Antártida -casi 20º en febrero-, Alaska o Siberia -más de 40º en julio- batieron sus registros históricos de temperaturas máximas, previéndose ya que los últimos glaciares que quedan en España desaparecerán por ese calentamiento en los próximos 30 años. Y todo sin olvidar que, según la Organización Mundial de la Salud, en el origen de la actual pandemia estaría el salto de un microorganismo al Hombre como consecuencia de su invasión de espacios naturales pertenecientes a otras especies.
Por eso, ante tales evidencias y aun sabiendo de sus múltiples factores, lamento que en una tarde como hoy, con el sol luciendo, con casi 20º y sobrando como sobra la chaqueta, siga habiendo terrazas con estufas encendidas. Algunas incluso todas, algunas incluso sin clientes. Como me dice Nicasio en esos paseos por la ribera, con todo lo que han pasado, no les podemos pedir a los hosteleros más sentido de sacrificio... No lo haré. Pero sabiendo que cada una de esas estufas libera a la atmósfera en cada jornada unos 14 kilos de CO2 -de hay que su empleo se haya regulado en tantas ciudades europeas, llegando incluso a su prohibición en la francesa Rennes-, lo que sí me atrevo a rogarles -dando las gracias de paso a quienes hagan un uso y un consumo responsable- es más sentido ecológico.
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