Cuentan que se cuenta por ahí que, en aquellos primeros días
de la Creación, la Madre Naturaleza decidió premiar la virtud de algunos
animales otorgándoles un título acreditativo. Así, atendiendo a su
comportamiento, nombró al Perro representante de la Fidelidad; a la Golondrina,
de la Constancia; a la Cigüeña, de la Piedad; al Búho, de la Prudencia… Y así,
una a una a cada bestia que pudiera merecerlo.
Cuentan también que después de haber despachado al Loro con un diploma por su Indiscreción, aquella Tierra se fue a dar un baño al fondo del océano. Y estando allí, sumergida entre la espuma, contempló maravillada una danza que escenificaban dos Caballitos de Mar. En semejante cortejo, macho y hembra emiten una serie de chasquidos peculiares durante horas, dándose caricias y abrazos hasta acabar entre piruetas enganchados por sus colas.
- ¡Qué movimientos tan sincronizados! –exclamó-… ¡Y qué románticos!
Luego es la hembra quien deposita sus huevos en una bolsa del macho, encargándose este de su fertilización, de su incubación y de su alumbramiento.
No obstante, lo que más llamó su atención es que ambos viven juntos para siempre. Uno pendiente del otro, al lado del otro; ofreciéndose protección, compartiendo su alimento, dedicándose continuamente detalles de afecto. Todas las mañanas repiten entre corales esa danza que les une. Y cuando uno de los dos fallece, la pareja se queda al lado dejándose morir.
Tal derroche de cariño gustó tanto a esa Madre Naturaleza que aquella misma tarde decidió conceder al Caballito de Mar un título que desde entonces ostenta con orgullo: el de símbolo del Amor. Y de paso –a sabiendas de su delicadeza y del sentimiento que representa- transfirió a los seres humanos la responsabilidad de cuidar ese hábitat, de ser respetuosos con sus aguas, de preservar cada espacio natural.
Esta historia sucedió como te digo… Si te ha gustado mucho, cuéntasela a algún amigo.
Cuentan también que después de haber despachado al Loro con un diploma por su Indiscreción, aquella Tierra se fue a dar un baño al fondo del océano. Y estando allí, sumergida entre la espuma, contempló maravillada una danza que escenificaban dos Caballitos de Mar. En semejante cortejo, macho y hembra emiten una serie de chasquidos peculiares durante horas, dándose caricias y abrazos hasta acabar entre piruetas enganchados por sus colas.
- ¡Qué movimientos tan sincronizados! –exclamó-… ¡Y qué románticos!
Luego es la hembra quien deposita sus huevos en una bolsa del macho, encargándose este de su fertilización, de su incubación y de su alumbramiento.
No obstante, lo que más llamó su atención es que ambos viven juntos para siempre. Uno pendiente del otro, al lado del otro; ofreciéndose protección, compartiendo su alimento, dedicándose continuamente detalles de afecto. Todas las mañanas repiten entre corales esa danza que les une. Y cuando uno de los dos fallece, la pareja se queda al lado dejándose morir.
Tal derroche de cariño gustó tanto a esa Madre Naturaleza que aquella misma tarde decidió conceder al Caballito de Mar un título que desde entonces ostenta con orgullo: el de símbolo del Amor. Y de paso –a sabiendas de su delicadeza y del sentimiento que representa- transfirió a los seres humanos la responsabilidad de cuidar ese hábitat, de ser respetuosos con sus aguas, de preservar cada espacio natural.
Esta historia sucedió como te digo… Si te ha gustado mucho, cuéntasela a algún amigo.
Nota: Cuento incluido en mi libro Catorce lunas menguantes (MAR Editor), con ilustraciones de Raquel Ordóñez Lanza.
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