Terminé aquel 31 de diciembre recibiendo una alerta epidemiológica relacionada con COVID19 y -media hora después, pero en un año distinto- empecé el 1 de enero atendiendo otra. Y es que, estando de guardia como estaba para dos provincias y tres Áreas sanitarias, eso era algo que podía ocurrir.
Así se lo decía esta tarde a mi amigo Nicasio durante el paseo que compartimos. De hecho, le explicaba la secuencia del último brote declarado. Una pareja joven decide venir a nuestra ciudad desde otra Comunidad a pasar la Nochevieja con sus padres respectivos. El día 30 de diciembre ella amanece indispuesta, con febrícula y cuadro catarral. Se toma un paracetamol y, pese a todo, se ponen en camino. Él está asintomático. Llegan a casa de sus suegros y almuerzan con ellos. Pasan esa sobremesa con más familia. Al día siguiente prosiguen en su tour visitando parientes. Por la noche se reúnen para cenar junto a otras ocho personas. Nadie usa mascarilla y reconocen que tampoco mantienen ninguna distancia de seguridad. Y es que, como dijera el hombre, estando con los míos, me niego a llevarla. La mujer controla su sintomatología a base de más paracetamoles.
El día de Año Nuevo, ella continúa con fiebre alta, por la que acude al Servicio de Urgencias del Hospital. Ante la sospecha diagnóstica, le realizan una PCR que resulta positiva. A la mañana siguiente, se le indica esa misma prueba al resto de comensales por considerarse contactos estrechos: seis de ellos son positivos. No se descartan otros contactos. Ayer por la noche el padre de él debuta con fiebre y esta misma mañana ha ingresado en el hospital con una insuficiencia respiratoria. Se trata de otro brote familiar en toda regla. ¿Se podría haber evitado?
Por principios, nunca hablaré de culpables, mas sí de responsabilidades. Y es que queda claro que o no nos hemos sabido explicar o muchos siguen sin comprender en qué consiste la recomendación de una Navidad segura.
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