Hace muchos años, al principio del principio, los
animales recién creados decidieron organizar una fiesta de disfraces para así
conocerse mejor. ¡Que por algo todos somos lo que vestimos!
A la Madre Naturaleza le encantó tal idea,
proponiendo que se celebrase cuarenta días antes del primer plenilunio de
aquella primera primavera.
Muchas especies decidieron preparar con tiempo su
asistencia a la misma, a fin de deslumbrar durante el acto ante el resto de la
fauna. ¡No en vano, la luz de aquella Luna resaltaría aún más su esplendor! De
modo que algunas como las Cebras, optaron por los tintes del tizón, pintando su
cuerpo con rayas sombrías; todas de manera diferente para que no hubiese dos
exactamente igual… Como los Osos Panda, alternando en el suyo manchas oscuras y
blancas, que incluso podían cambiar de tamaño… O como el mismísimo Cuervo,
quien quiso teñirse tanto que acabó luciendo de negro.
Otras acudieron a los matices que ofrece el
nacimiento del arcoíris. Y así, la Garza Azul se dio un baño entre añiles,
mientras que el Canario lo hacía con amarillos, el Cardenal Norteño en rojos y
la Mariposa Monarca entre naranjas.
Alguna de aquellas alimañas llegó incluso a mezclar
pigmentos a su antojo, convirtiendo su cuerpo en el boceto de algún pintor. Fue
el caso del Papagayo, de la Grulla Coronada, de la Carraca Lila o del Pato Mandarín.
Sin embargo, hubo un animal de entre todos que
adoptó una estrategia distinta: la de cambiar de color según le fuese en cada
ocasión. Se trataba del Camaleón. De manera que si se aburría hablando con la
Avutarda se ponía de matiz grisáceo, mientras que si moría de risa ante los chistes
del Pez Payaso adquiría una gama bermellón. Morado cuando se siente en apuros,
ambarino si se muere de vergüenza, colorado al pedir un baile a su amiga la
Salamandra.
Este atributo le convirtió en el protagonista indiscutible
de aquella fiesta. Aún más cuando empezó a hacer mil gracias sacando su larga
lengua o moviendo ambos ojos disonantes al ritmo de los compases que entonara
el Ruiseñor... Y aún muchísimo más al vestirse de rosa ante aquellas cortinas
magenta para pasar desapercibido, o al lucir su modelo granate suplantando la
figura de algún Mono Aullador. Desde luego, nadie como él en simpatía, nadie con
tanta originalidad.
Al margen de estos detalles, la gala resultó tan
exitosa que la Tierra permitió a cada criatura que mantuviera de por vida las
pintas con las que había acudido a la misma. Además, en muchos casos,
encontrarían en ello miles de ventajas: cuando están en grupo, las rayas de las
Cebras dificultan a sus cazadores saber dónde empieza y termina un ejemplar… Sus
manchas en el cuerpo permiten a los Pandas camuflarse entre la nieve y la
vegetación, mientras que con las faciales pueden reconocerse entre sí… Y muchas
aves utilizan desde entonces el color de su plumaje para atraer parejas,
repeler competidores, discriminar a individuos de especies próximas o
amedrentar a posibles depredadores.
La Madre Naturaleza mantuvo aquel festejo cuarenta
días antes del primer plenilunio de cada primavera. ¡Que la luz de nuestra Luna
siga resaltando su esplendor! Y decidió llamarle Carnaval, al combinar los
vocablos latinos “carne” –carne- y “vale” –adiós-, para significar que tras
ella habría una tregua entre animales en su cadena de alimentación.
Finalmente y sin aviso –así acostumbra a llegar lo
sorprendente-, eligió a aquel reptil escamoso que podía cambiar su coloración
como rey de esta fiesta. De ahí que, en su hábitat natural, el Camaleón sea un
ser tan admirado… De ahí que sea otro actor principal en carnavales… De ahí que
en tantas culturas sea un ser sagrado, que nunca muere, que siempre está
mutando, que a deshoras anda sonriendo en busca del disfraz más apropiado para
la próxima celebración. Porque a veces, quizá demasiadas veces, todos somos lo
que vestimos.
Y colorete, colorado, colorín… Esta
historia que es bien cierta ha llegado a su fin.
Nota: Cuento incluido en mi libro Catorce lunas menguantes (MAR Editor), galardonado con el II Premio Liliput de Narrativa Joven.
1 comentario:
Un cuento precioso para un libro precioso, aunque mi preferido sigue siendo el del Caballito de Mar, también el del Delfín. Gracias por escribirlo Manuel. Cris.
Publicar un comentario