Cuenta una leyenda aquí, allá y aún más allá, que hace
mucho tiempo –tanto que ya casi ni me acuerdo-, el Sol y la Luna se casaron,
yéndose a vivir juntos a una preciosa casa ubicada en la Tierra. Ambos fueron
siempre muy hospitalarios, de modo que por aquel salón pasaron la mayoría de
sus amigos: el Desierto, las Estrellas, alguna Nube perdida…
Cierto día, decidieron invitar al
señor Mar a tomar en ella una taza de café. Este agradeció sinceramente el
ofrecimiento, si bien se excusó para no ir. Ante la insistencia de la pareja,
no tuvo más remedio que decirles:
- Ustedes son muy amables
abriéndome las puertas de su casa, pero me temo que siendo yo tan inmenso nunca
podré entrar.
- ¿Acaso cree que vivimos en un
edificio diminuto? –preguntó algo molesta la Luna.
- ¿Acaso nuestro hogar no resulta
lo suficientemente grande para usted? –le siguió el Sol, frunciendo el ceño.
El Mar se excusó mil veces,
agradeciendo el detalle pero reafirmando que entre aquellas paredes él no
cabría. No obstante, tanto y tanto le insistieron argumentando que habría
espacio más que suficiente, que finalmente decidió entrar.
En verdad que aquella morada era
enorme, extendiéndose más allá del horizonte. Despacio y en silencio, el Mar
fue pasando por tantas habitaciones, ante la mirada complacida de sus anfitriones:
- ¡Ve como el inmueble era
realmente amplio! –exclamó orgullosa la Luna-. Con tanto espacio, no hay nada
de qué preocuparse.
- ¡Apenas he accedido! –respondió
su invitado.
Y ocurrió que, poco a poco, el
agua empezó a cubrirlo todo: el sótano, el entresuelo, los cuartos de la
primera planta, los dormitorios de la segunda… Cien olas se escaparon por las
ventanas, mil peces hacían ronda desde el salón. Mientras, ambos astros
buscaban refugio en los pisos superiores. Tanto y tanto ascendió el nivel de
las aguas, que los dos acabaron subidos en el tejado.
Cuando estaba todo inundado, el
Mar reconoció que aún faltaba por entrar más de la mitad de su caudal. Sin
pretender ser descortés, el Sol le permitió seguir pasando, mientras ellos se
iban elevando más y más. A pesar de todo, se mostraban tranquilos; ¡si
agobiarse sirviera al menos para ganar tiempo al tiempo!
- No se preocupe, que seguro que
cabemos todos –advirtió temeroso el Sol.
- ¡Cada vez falta menos! Son
ustedes muy amables –repetiría el Mar.
Y tanto tantísimo subió el nivel
de aquellas aguas, que ambas luminarias no tuvieron más remedio que ascender
hasta el cielo.
Desde entonces viven allí, como
colgadas por una chincheta, pero sin perder de vista a esa Tierra que tanto
quieren y en la que un día formaron su hogar. Siguen siendo tan gentiles como
entonces, brindando su luz a quien más la necesita. Y a pesar de lo ocurrido,
guardan una relación cordial con el Mar quien, agradecido como el que más, les
saluda cada día a través de las mareas.
Hay cuentos que empiezan bien,
algunos que acaban mal, unos que se pintan de arcoíris… ¡y otros que llegan al
fondo del mar!
Nota: Cuento titulado Ese invitado llamado Mar, basado en una leyenda nigeriana e incluido en mi libro Catorce lunas llenas.
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