Su mujer se sentía muy
sola entre tanta madera y tan poca compañía, por lo que intentó hablar con su
marido en numerosas ocasiones para que cambiara de actitud; pero este no le escuchaba,
alegando una y mil veces que tenía que trabajar.
Cierta noche de soledad,
la mujer pidió en sus oraciones que ocurriese algo para que aquella situación
cambiase. Y algo sucedió… De manera que a la mañana siguiente, aun siendo
domingo, el hombre salió de casa con el hacha al hombro, dispuesto a cortar los
árboles de una vereda. Mientras caminaba hacia la misma, se le apareció un
señor:
- ¡A los buenos días! –le
saludó en tono respetuoso, haciéndole un gesto con la mano para que parase.
- ¡A los buenos días!
–respondió el leñador-. No puedo entretenerme mucho que aún queda faena por
hacer.
- ¿Quizá necesite algún
tipo de ayuda?
- Ninguna –declaró
contundente-. No quiero que haga por mí lo que pueda hacer yo.
- ¿Y cómo es que trabaja
siendo festivo? ¿Acaso no sabe que hasta el propio Dios descansó ese día
después de crear el mundo? ¿Nadie le habló de ese mandamiento de santificar las
fiestas?
- ¡A mí déjeme en paz, que
lo mismo me da que sea una fecha que otra! –respondió malhumorado-. ¿Acaso en
el cielo hay calendarios con números rojos? En lunes o en domingo, lo único que
quiero es trabajar.
Con frecuencia, en
cabezas como un melón solo caben cerebros como una nuez.
Y realizando un ademán
con el mango de su hacha, intentó apartar a aquel hombre para poder continuar
con su camino.
Cuentan que en verdad
aquel señor que se le había aparecido no era otro que el mismísimo Dios quien,
al verlo tan agresivo y tan enfrascado en sus pretensiones, decidió darle un
escarmiento:
- Puesto que es eso lo que
realmente quieres, y que para ti no hay nada más importante, nunca dejarás de
trabajar –sentenció-. Llevarás eternamente un haz de leña sobre tus hombros… Y
vivirás siempre en la luna, para que sirvas de escarmiento a quienes anteponen
su trabajo a su vida, hasta el punto de no guardar descanso ni siquiera cuando
deberían descansar.
Por eso desde entonces,
cuando observamos la Luna, se aprecia claramente entre sus manchas a aquel obstinado
leñador portando unos troncos sobre su espalda, mientras repite a quien le
saluda:
- ¡A las buenas noches! No
puedo entretenerme mucho que aún queda faena por hacer.
Definitivamente, lo que
dicen de ti no es verdad… pero se parece a la verdad.
Así que levanten el culo
de sus asientos que esta historia terminó. Ahora un vaso de leche con galletas…
¡y a hacer bien la digestión!
Nota: Leyenda leonesa versionada -con ilustración del genial Lolo- incluida en mi libro Catorce lunas llenas.
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