En mi último cuento defino a los humanos como esos seres animados racionales que, siendo hombre o mujer, acostumbran a llevar un móvil en su mano. Y es que, indudablemente, vivimos demasiado apegados a ellos.
Leo con ironía como un judoka portugués ha sido descalificado recientemente del Grand Slam de Bakú porque en pleno combate se le cayó su teléfono al tatami.
Releo con preocupación como a principios de mes, en el accidente de ese avión ruso envuelto en llamas donde fallecieron más de 40 personas, uno de sus pasajeros se dedicó a grabar con su móvil las escenas del drama, acercándose hasta el fuego a una distancia que rozaba la temeridad -si no el mismísimo absurdo-.
Escucho con indignación ese mensaje recibido por WhatsApp que suena en mitad de una obertura en nuestro Auditorio, molestando al respetable e interrumpiendo la escena... Y atiendo con sorpresa a esa anécdota que comparte conmigo un colega dermatólogo, a propósito de aquel paciente que le pidió grabar con su Smartphone la extirpación de varios lunares para colgarlo luego en las redes sociales.
A veces me preguntó cómo pude sobrevivir a aquella infancia mía sin ninguna tecnología... O lo que aún resulta peor: cómo la recuerdo tan feliz.
martes, 14 de mayo de 2019
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