Empiezo a creer que doy mala suerte. Quizá por esa costumbre mía de comprar en establecimientos de barrio, he acabado conociendo a todos sus tenderos y estableciendo con ellos un pequeño vínculo afectivo. De ahí que, además de darme el producto y devolverme su cambio, compartan conmigo entre sus anécdotas las dificultades que les genera mantener a flote su negocio. De hecho, son muchos los comerciantes que quedan en el camino.
A finales de año cerraba mi pescadera habitual porque le "resulta más rentable trabajar de cajera para otros que luchar a diario en su tienda vendiendo lubinas". En enero le tocó a mi kiosquero. Durante un café a posteriori se sinceró conmigo afirmando que, sin ningún género de dudas, "ganará más con la ayuda que le pueda corresponder". Hace quince días vi el cartel Se traspasa en aquel local de ultramarinos casi centenario donde adquiero mis cosas del día a día... Y hoy, precisamente hoy, ha bajado definitivamente su persiana ese bar próximo a mi trabajo al que suelo acudir para tomar el café cada mañana. "La cuesta de enero dura demasiados meses...", me dijo su propietario en abril a modo de premonición.
Desde mi convicción de seguir comprando en tiendas de barrio, creo que al final la mala suerte no está tanto en mí como en la carga impositiva que soportan estos comercios -máxime de tener que pagar un alquiler adicional- y la desviación imparable de clientes hacia las grandes superficies. Quizá sea esa la nueva ley del mercado y suceda con esto como con nuestra salud: solo la echamos de menos cuando nos falta. Porque al final nos quedaremos sin tiendas de referencia, como también sucedió en mi pueblo. Y si no, ¡al tiempo!
lunes, 20 de mayo de 2019
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