Aun cuando vivo en una ciudad tan mágica como León y, a todos los efectos, me considero un carruzico más, me encanta cada vez que puedo dar una vuelta por mis raíces, para que de paso nuestros hijos las conozcan. En este sentido, el último puente de la Constitución ha sido un momento idóneo.
Iniciamos aventura alojándonos en Soria capital. De siempre la recuerdo hospitalaria. No en vano, entre sus calles escribí gran parte de mi infancia. Junto a esa familia materna que tanto quiero, recorrimos aquel Collado pintado de Navidad. La calle acaba justo en esa Dehesa que mis padres patearan de novios en muchísimas tardes de domingo. Así se lo conté a mis chiquillos.
De allí, salimos a conocer -en mi caso, reconocer- uno de los pueblos más bonitos de España: Albarracín. Sin duda, de lo más recomendable. Tanto que, en mi próximo libro, alguno de sus cuentos le tomará prestado un escenario.
A la mañana siguiente nos embarcamos en esa senda de los dinosaurios llamada Dinópolis. La Sirenita y el Principito -confieso en voz bajita que nosotros también- disfrutaron como nunca. Y nos adentramos en esa ciudad de al lado que, además de existir, derrocha hechizo: Teruel.
De allí al Monasterio de Piedra; un paraje tan exclusivo que a cualquiera deja sin calificativos. Eso sí: entre tanto salto de agua, tiro porque se me lleva la corriente. Y estando tan cerca ese Calatayud en el que nació mi abuela materna -en cuya UNED cursé también parte de mis estudios de Psicología-, nos acercamos a recorrerla buscando fonda y pitanza en su célebre Mesón de la Dolores.
El final de esta travesía tenía última parada en Zaragoza. En apenas un día, nos reencontramos con mis hermanos -sentimos de corazón no poder estar junto a otros parientes y amigos- y deambulamos por los rincones más pintorescos de la ciudad... ¡Y de mis raíces! Así, le presenté a nuestros pequeños el barrio en el que crecí -por entonces llamado La Química-, mis colegios de parvulitos -el CN Joaquín Costa- y EGB -el CN Jerónimo Zurita-, mi instituto -el INB Mixto 5-, mi facultad de Medicina, ese estadio de la Romareda que antaño nos diese tantas alegrías...
En todos estos lugares sentí el paso del dios Cronos. Sin embargo, hubo uno -solo uno- en el que eso no sucedería: en aquel Teatro Principal de Zaragoza, del que fuera abonado durante tantos años, y al que acudimos a ver el musical El tiempo entre costuras. Allí, por un instante, tuve la sensación de que la eternidad se había detenido. Y es que ese podría ser alguno de los efectos no descritos de viajar de vez en cuando a tus raíces.
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