Hace apenas unos días, el ejército ruso destruía con un misil cierto satélite durante unas maniobras, generando con ello miles de residuos sólidos en la estratosfera que pusieron en serios riesgos a la Estación Espacial Internacional. Algo similar había hecho China no hace demasiado tiempo.
Y es que ya lo expuse en uno de los capítulos de mi libro Catorce lunas menguantes (MAR Editor), ilustrado por la genial Raquel Ordóñez Lanza, con el que obtuvimos aquel II Premio Liliput de Narrativa Joven: aunque no los veamos, estamos llenando el universo de deshechos. No en vano, se estima que ya hay más de 330 millones de objetos de origen humano orbitando alrededor de la Tierra, habiéndose superado el llamado umbral crítico de permisividad. Son satélites o fragmentos de los mismos que se mueven a una velocidad endiablada, pudiendo chocar contra otros satélites a quienes inutilizan -comprometiendo con ello nuestros sistemas de comunicación o seguridad-, a la vez que generan más basura espacial. Esta reacción en cadena se conoce como Síndrome de Kessler, en honor al científico que la describió.
Ciertamente, tal inmundicia supone un riesgo real para satélites y astronautas, pudiendo inutilizar las órbitas bajas en las que se sitúan muchos de ellos necesarios para nuestras actividades cotidianas: desde comunicaciones a través de teléfonos móviles hasta sistemas de localización tipo gps. Y es que, al igual que leí en cierto cartel en nuestra última excursión por la montaña, la basura que arrojamos -también allá arriba- no habla... pero, tristemente, dice mucho de nosotros.
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