Asumo que como escritor llevo años confrontado a dicha frase, pues nunca he sido especialmente ambicioso ante aquello que narraba. Con acierto o no, renuncié a esa propuesta a priori tentadora de componer para otros, e incluso respondí entre negativas al agente literario que me pidió una antología a demanda. Escribir ha sido siempre otra válvula de escape, otra excusa para querer más a mis amigos -que es como acaban siendo muchos de mis lectores-, otra forma tan propia de compartir.
Sin embargo, confieso que durante esta trayectoria literaria tuve dos crisis de vanidad. La primera hace mucho, cuando cierta productora se interesó por mi novela Mi planeta de chocolate (Ediciones Irreverentes) con la intención de llevarla al cine... si bien, al final no pudo ser. La segunda hace poco, tras escribir esas Catorce lunas menguantes (MAR Editor) con las que quise a través del cuento transmitir valores en favor de la Naturaleza... si bien, todavía siento que les quedan muchísimo por recorrer.
Sea como fuere, y según don Jacinto Benavente -mi abuelo siempre le trataba con tal distinción-, la vanidad nos hace creer que nuestros vicios son virtudes, y nuestras virtudes, vicios. De ahí que pudiera ser que, esa falta de ambición, en verdad sea un defecto. Nunca lo discutiré proviniendo de alguien a quien tanto admirase mi familia y de una de cuyas citas acabamos haciendo señera de nuestras vidas: Cuida cómo tratas a la gente en tu camino hacia arriba, porque te la volverás a encontrar en tu camino hacia abajo. Así, ¡aunque suene vanidoso!
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