Ningún deportista, como ninguna persona, debería faltar al respeto a nadie. Y es que podrás ser un jugador extraordinario, plagado de laureles e instalado en la élite mundial, pero sin ese respeto resulta difícil que acabes siendo grande, en toda la extensión de la palabra.
Por poner algún ejemplo reciente, uno de los mejores tenistas del circuito viene manteniendo de manera reiterada distintas actitudes polémicas a lo largo de su carrera. Aferrado a la bronca, en un Challenger de Savannah fue expulsado por hacer comentarios racistas, en el Grand Slam de Wimbledon lanzó varias monedas al árbitro pidiendo airadamente su sustitución, en algún Torneo de Miami se despidió de su oponente llamándole niño pequeño que no sabe pelear, en aquel de Cincinnati le pegó una patada a un cámara con quien había tropezado, en el Open USA se mofó de su recogepelotas antes de dedicar otra peineta a la grada, en la última Copa Davis celebró un punto al estilo Ronaldo manifestando ante los medios españoles -con el único fin de provocar- que lo mejor de la semana había sido eliminar al equipo de España... Sin embargo, en este último Open de Australia, ese genio de la raqueta -¡que no de los buenos modales!- aún quiso ir más allá: criticó a la organización desde el inicio... En su partido de Cuartos mostró numerosos gestos despectivos hacia el público, preguntándole incluso ¿por qué no me aplaudís?... En Semifinales se encaró con el juez de silla, llamándole loco, estúpido o pequeño gato y cuestionando en voz alta que cómo siendo tan malo podía estar ahí... En la mismísima Final, dirigió su frustración hacia ese público que no le anima, catalogándolo de imbécil, mientras advertía de lo vacías que debían ser sus vidas para comportarse así... Y en la rueda de prensa de después, prosiguió con sus desprecios presumiendo del dineral que había ganado o tirando de nacionalismo, al asegurar que la afición local iba en contra de los suyos con independencia de dónde fuera su contrincante.
Casual o causalmente, en aquella Final se enfrentaba a cierto jugador con un currículo totalmente opuesto. De hecho, constituye un ejemplo constante de caballerosidad, hasta el punto de que en sus primeras palabras -tras ganar el partido- no dudó en halagarle por su esfuerzo, augurándole incluso un futuro mejor que el suyo sobre esa superficie. Era Rafa Nadal, campeón dentro y fuera de la pista, que por sus voleas y su talante ha acabado siendo un grande... ¡en toda la extensión de la palabra!; o como lo define ese campeonísimo llamado John McEnroe, el mejor deportista que he visto en mi vida. ¡Sin ninguna grosería!
Quizá por ello, de entre sus mil galardones, hay uno que nos hace especial ilusión que posea por habérselo concedido una ONG -a la que pertenezco como socio de base-, no tanto por sus reveses como por tantos valores: el Premio al Compromiso Solidario del Teléfono de la Esperanza. Por supuesto, de lo más merecido. Y es que al final, para convertirte en una leyenda así, además de lo deportivo debe primar el respeto.
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