Aun a riesgo de parecer retórico, no encuentro calificativos para describir a Dorita, una persona tan extraordinaria, tierna, buena, cariñosa, humilde, dulce, generosa, sufrida, sincera, entrañable. Porque además de darnos todo y ser el eje de la familia, no hubo un solo momento que no estuviera ahí, pendiente de sus retoños, derrochando sentimientos y alegrías sin mayor interés que el nuestro.
Ella decía que a pesar del tifus de los cuarenta, su infancia fue feliz. Tenía la costumbre, diabólica costumbre en una criatura, de chuparse el pulgar de su mano derecha. Alarmados por ello, el maestro y el boticario decidieron solucionarlo según los cánones del momento. Cada vez que entraba en la escuela le colgaban dos tablillas a modo de peto en las que podía leerse: Teodora, la chupona.
En cualquier otro caso habría sido motivo de burla por el resto de la chiquillería. Pero aquella niña era tan especial que todos guardaron sus mofas para cuando el travieso de Carlitos se hiciese pis en la cama...
Nota: Párrafo perteneciente al relato La conveniencia azul turquesa, incluido en mi libro El amor azul marino (Editorial Amares).
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