Todas las alocuciones son la misma repetida. Buenos deseos, mejores intenciones y un lenguaje conciso para que nadie se ofenda. Y es que el diccionario castellano está enfermo de prejuicios. Le acusan de machista por algunas acepciones en función del género. De manera que conceptos como hombre público, hombre zorro u hombre ladino son valorados positivamente, mientras que esos mismos adjetivos para la mujer denotan lo contrario. Otros le imputan racismo, al permitir expresiones peyorativas del tipo garbanzo negro, trabajar como un negro, una merienda de negros o tener la negra. E incluso al referirse de idéntico modo a otras etnias diferentes, como tirar al blanco en los ejercicios de puntería, pasar la noche en blanco para describir una noche sin dormir, o estar sin blanca cuando no se tiene dinero. Alguno acostumbra a hacerse el sueco, a beber como un cosaco, a despedirse a la francesa. Y a nadie, por supuesto, le gusta que le engañen como a un chino.
Una sola palabra como cuento posee un millón de acepciones en función de su contexto. Quien viene con el cuento de nunca acabar, relata de continuo una historia aburrida. Quien le echa cuento, exagera. Y si alguien tiene más cuento que Calleja, miente de manera descarada. La propia Academia de la Lengua define al cuentista como aquella persona que acostumbra a contar enredos, chismes o embustes. Así no es de extrañar que muchos autores de este género literario prefieran llamarse cuenteros.
Hay combinaciones que mejor ni mentarlas: requisito formal, procedimiento administrativo, recurso de alzada, una letra a fin de mes. Incluso a veces nos refugiamos en el silencio para comunicar.
Y eso al margen de refranes, frases del día y demás consejos, que también tienen su orgullo: cuando se prestan no vuelven nunca.
Pero sin duda, lo que más le reprochamos a nuestro diccionario es que inventara las frases de amor. Porque cada vocablo remite a su contrario, de manera que el uno no existe sin el otro. Toda solución necesita un problema; la noche siguiente comienza al amanecer, el hombre va muriendo a medida que vive... La valentía se cimienta sobre el miedo, no seríamos felices sin pasar por la tristeza. Y en ese juego de antónimos, mi amor echa un pulso a tu desamor.
¿Palabra o palabrería? Algún día entenderemos que el verdadero valor de un idioma descansa en la intención con que se usa.
Nota: Fragmento incluido en mi libro Mi planeta de chocolate.
martes, 13 de abril de 2010
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1 comentario:
Siempre te leo muy atentamente; aunque este texto tendré oportunidad de leerlo muy pronto de nuevo.
Buena reflexión sobre nuestro idioma, uno de los más agradecidos para un escritor, sino el que más.
Un abrazo.
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