Confieso que tanto en el colegio como en el instituto yo era un alumno abonado al sobresaliente. Quizá porque desde su sencillez mis padres me inculcaron su importancia, hice del estudio una forma de vida, retroalimentándome positivamente cuando veía su cara de satisfacción cada vez que les mostraba la cartulina con mis calificaciones.
Sin duda, Matemáticas era mi asignatura favorita.
Recuerdo que cierto día, cursando aquel trasnochado tercero de BUP, el responsable de dicha materia me dio una lección que nunca olvidaría. Tras un sinfín de dieces en ecuaciones, matrices, derivadas, probabilidades y demás, llegó el examen de matrices. Realmente lo llevaba bien preparado, pero me aturullé en un ejercicio y la nota final no pasó de cinco.
Admito que me costó asumirlo, y no porque fuera un adolescente especialmente vanidoso. En cualquiera de los casos, solicité a mi profesor que me permitiera repetirlo pues podría hacerlo mucho mejor. Fue entonces cuando él impartió su lección de vida. Insistió en que no me dejaba, que debía asumir ese suficiente como parte de mi formación, que pensara que con mi actitud podría molestar a alguno de mis compañeros... Y sobre todo, que a menudo lo mejor es enemigo de lo bueno.
En principio, tal vez nublado por el enfado, no atendí demasiado a dicha frase. Sin embargo, con el tiempo he descubierto que anda cargada de sabiduría. Así, viviendo he aprendido a convivir con tantas virtudes y defectos, a conocer mis límites, a saber aceptar cada circunstancia -lo que no significa que me resigne ante ellas-, a valorarlas en su justa medida... Sigo siendo un aprendiz. Pero a veces, tal vez demasiadas veces, sé que cuando las cosas están casi bien, lo más eficiente es darlas por buenas.
martes, 15 de enero de 2019
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