Alguien afirmó que los músicos derrochan excentricidades. Si miramos a la época clásica, cuentan que Mozart odiaba la flauta, que un Beethoven arisco y solitario encontraba inspiración en sus largos paseos por el campo, que Rossini escribió el aria Di tanti palpiti mientras esperaba que le sirvieran un risotto en cierto restaurante veneciano, que Franz Liszt recibió tantas solicitudes de trenzas de su cabello que acabó comprando un perro y enviando en su lugar trozos de uñas... Si nos referimos a la era contemporánea, Madonna acostumbra a llenar su camerino de flores con un tallo que mide exactamente 15 centímetros, Michael Jackson adquirió cierta cámara hiperbárica a fin de conservar su juventud, Elton John gusta de ver cualquier partido de fútbol antes de sus conciertos, Jennifer López -además de viajar con sábanas propias- exige que su mobiliario sea completamente blanco, Christina Aguilera presume de pasar los domingos desnuda sin salir de casa, los Rolling Stones viajan durante sus giras con sus muebles -incluyendo una mesa de ping pong-... E incluso el gran Frank Sinatra escribió en su testamento que cuando muriera pusiesen dentro de su ataúd una botella de whisky.
En mi caso, aun reconociendo que entre parientes y amigos son muchos, cada músico que pone acordes a mi vida lo que realmente derrocha es cercanía, vitalismo, sensibilidad y montones de valores positivos. Desde el piano al trombón, pasando por todas las notas del pentagrama. Por ello, en este día de Santa Cecilia, su patrona, quisiera darles las gracias y felicitarles de corazón, a sabiendas de que -como asegurase en cierto renglón alguno de los personajes de mis cuentos- la Música, su Música, es el arte de acariciar nuestra alma. Y también desde la convicción de que, atendiendo a mis muchas excentricidades -desde practicar plogging hasta componer palíndromos-, seguramente yo habría tenido plena cabida entre ellos.
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