No hace tanto tiempo -aunque al ocurrir antes de aquel confinamiento parezca una eternidad- asistí como espectador a cierta exhibición de gimnasia rítmica. En ella actuaba la hija de unos amigos y habíamos quedado en acompañarles en tal evento. Acudíamos gustosos.
El acto discurría con normalidad hasta que, justamente a la hora prevista, se disponía a salir el grupo de ocho niñas en las que actuaba aquella pequeña. En un principio, a pesar de su anuncio repetido, no aparecía nadie. Algún murmullo comenzó a propagarse por la grada. Y entonces, micrófono en mano, su entrenadora salió diciendo lo siguiente:
- Hace media hora nos llamó la mamá de una de estas gimnastas para comunicarme que, por el motivo que fuera, su hija se había portado mal y le había castigado con que no participara en esta actuación. De manera que siendo un número grupal, en el que cada miembro resulta imprescindible, no lo podemos hacer.
Un ¡oh! de lo más sorpresivo apagó por un instante su voz entrecortada. Sin embargo, prosiguió:
- Les ruego, por favor, que no castiguen a sus hijos y a nadie con consecuencias así, que repercutan sobre terceros que carecen de cualquier culpa. En ese correctivo, seguramente sin saberlo ni quererlo, esa madre ha castigado también a otras siete chiquillas que desbordan ilusión por actuar... Y de paso, a todos ustedes que no las podrán ver. ¡Que nunca paguen justos por pecadores!
Y sintiéndolo mucho, despidiéndose dando mil gracias, se marchó. Todavía recuerdo la decepción en el rostro de nuestros amigos.
Aun ahora, otra eternidad después, remiro aquella experiencia y procuro aplicarla en nuestra vida diaria. Tal vez porque, parafraseando al célebre Pitágoras, educando a los niños bien -y poniéndoles consecuencias bien- no será necesario castigar a los mayores.
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