La vuelta al trabajo después de una semana de permiso ha resultado dura. Por dar un solo dato, mi buzón anda saturado con más de mil correos electrónicos que aún no he conseguido ni siquiera abrir... Confieso que desde el lunes que entré de guardia, he desarrollado un síndrome posvacacional.
En cualquier caso, he meditado mucho sobre dos sucesos acontecidos en dicha semana. El primero, la obtención del Premio Liliput de Narrativa Joven. Me dio mucha alegría, recordándonos que lo que realmente me hace feliz es escribir. El segundo, cierto detalle que ocurrió el pasado sábado durante esa excursión a la montaña.
Antes de compartirlo, diré que a lo largo de mi vida y desde mi condición de médico he atendido en distintos espacios públicos a diferentes personas que habían sufrido cualquier percance: ese infarto en el tren, un desmayo en alguna comunión, otro ictus en plena calle... e incluso aquella agresión en la estación de autobuses en la que nuestro autocar partía, mientras a pie de anden realizaba maniobras de resucitación.
Siempre lo hice convencido. No solo era mi obligación; también mi vocación.
Sin embargo, el otro día sucedió algo significativo. A la altura de una cascada, ese amigo que nos acompañaba me advirtió de que otra senderista se había roto el pie tras una caída. La verdad es que en estos tiempos del Coronavirus me siento laboralmente tan saturado que habría preferido no enterarme, no ser sanitario, poder pasar de largo como un viandante más. No obstante, me acerqué a ella con rapidez. Allí encontré sentada a una mujer de mediana edad, sin síntomas manifiestos -a lo sumo, ligero dolor- y que en una primera valoración padecía otro esguince de tobillo. Le tranquilicé, le pedí que elevara el pie e indiqué a su pareja que le pusiera un pañuelo frío sobre la zona. Pese a que la situación no aparentaba gravedad, la señora preguntó si podría venir un helicóptero a recogerla, pues en tales condiciones le resultaba imposible caminar.
Casual o causalmente, apareció entonces otro excursionista que se identificó como técnico del Servicio 112, que asumió el mando de la situación y que se encargó de avisar por teléfono a los equipos de rescate.
En tales circunstancias, mi presencia ya no era necesaria por lo que seguimos recorriendo nuestra ruta. Confieso que me sentí liberado y aliviado con aquella exención. Aún más cuando escuchamos de fondo el sonido del helicóptero que vino a recogerla.
Quizá por todo ello y tras mucho meditarlo, hemos concluido que necesito desconectar. Pero no una semana, sino un periodo más largo... Si las circunstancias lo permiten, incluso un tiempo sabático que invertiría en aquello que me hace más feliz: escribir.
Así que me encuentro en pleno síndrome posvacacional: resolviendo cuestiones en nuestra Sección de Epidemiología, abriendo correos electrónicos y reseteando mi condición de sanitario. Y es que hasta en eso nos parecemos demasiado a los programas que manejamos: de vez en cuando, necesitamos parar.
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