En el verano del año 2001 un terremoto asoló el departamento peruano de Arequipa. En apenas dos segundos, todo se vino abajo. Asistimos a otro choque frontal entre la fuerza de la Naturaleza y las debilidades del ser humano. Y si desastre significa etimológicamente fuera del control de los astros, resulta evidente que estábamos ante uno de ellos.
El riesgo de aparición de brotes en los días posteriores parece alto. Entre ellos, los de esa Fiebre apellidada Tifoidea, que genera anualmente más de 20 millones de casos en el mundo y que en algunas zonas endémicas se erige en su primera causa de mortalidad.
Los equipos de ayuda humanitaria despliegan en la zona. La diplomacia internacional vestida de casualidad hace que en mi condición de epidemiólogo pueda desplazarme hasta allí. Pese a las dificultades, constato que la distribución de recursos se hace de manera coordinada. Un niño de las barriadas más pobres de Lima me entrega un puñado de garbanzos secos para que se los dé a otros niños afectados. Las dosis orales de vacuna antitífica se reparten en la zona cero. Todos la toman según lo pautado. Todos cumplen con cada medida indicada.
Al final, no sumamos casos a la tragedia. Esa vacuna demostró nuevamente su eficacia preventiva. Sin riesgos ni efectos secundarios. Mas entre tanto ajetreo, aquellos garbanzos quedaron perdidos en cierto bolsillo. No los encontré hasta volver a casa.
Por ello, como reconocimiento a un gesto altruista tan grande -y también de un olvido tan imperdonable-, me acompañan siempre en mis sesiones de cuentacuentos. Y no tanto a modo de penitencia, como para recordarme que contar constituye otra forma de solidaridad.
martes, 8 de septiembre de 2020
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