A mi regreso de aquella experiencia en Benin, comencé a trabajar en una residencia para personas mayores. Ese fue mi primer empleo. Y cuando miro el resumen de mi vida laboral, dicho detalle me dispara una sonrisa por lo mucho que en ella aprendí.
Desde la complicidad de su dirección hicimos salidas programadas, actividades físicas en el patio, algún que otro festival... E incluso organizamos dos cursillos de ajedrez con sus respectivos campeonatos, que acabaría ganando Angelina, aquella abuelita tan especial.
Por entonces ya me gustaba escribir, si bien anteponía los artículos científicos a los cuentos. Recuerdo haber publicado las vivencias de aquel centro en revistas médicas de vanguardia como Gerokomos, Revista Española de Geriatría y Gerontología, la edición argentina de Geriátrika... Y por supuesto, en mi favorita: Salud Rural. Porque aun siendo un principiante, ya tenía claro que solo permite avanzar aquello que compartimos.
En estos tiempos de Coronavirus he vuelto a visitar residencias similares, aunque con otro objetivo: implementar en ellas las medidas de prevención, incluyendo tareas que van desde la detección precoz de casos a su desinfección. Nos preocupa mucho que el virus y los miedos que conlleva acaben entrando en ellas, a sabiendas de que acogen a la población más vulnerable. Además, aunque mi estancia en los centros sea solo la precisa, percibimos su tristeza, su preocupación... ese fantasma temible en forma de soledad que, paradójicamente, ahora se erige en su efímero aliado.
Mi presente laboral lo dedico plenamente a estas personas. Mi reconocimiento va hoy para los profesionales que allí trabajan, dando en cada momento el cien por cien de sí mismos o incluso más. Así queda por escrito. Y es que, sintiéndome aprendiz pese al tiempo transcurrido, sigo teniendo muy claro que solo permite avanzar aquello que compartimos.
lunes, 23 de marzo de 2020
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