Casual o causalmente, coincidiendo con el cuento compartido esta noche con Manuel pequeño, he recordado aquel regalo en mi infancia que nunca supe entender: unos guantes de boxeo. Me los trajeron los Magos de Oriente, si bien pudiera ser que se equivocasen de niño. No tanto porque no los citara en mi carta, como porque jamás practiqué ese deporte. Y aunque toda la cuadrilla nos hiciésemos fotos con ellos, simulando ser forzudos o campeones del barrio, lo cierto es que no les dimos mayor utilidad.
Aun reconociendo que durante esta epidemia ha habido demasiados vaivenes informativos, parece probado que -a diferencia de las mascarillas- el uso de guantes no evita el contagio por Coronavirus. De hecho, no se consideran necesarios para salir a la calle, no impiden que una persona -al tocarse con ellos la cara- se acabe contaminando, pueden ensuciarse y convertirse por sí mismos en foco de infección, la mayoría no son impermeables a virus por lo que estos podrían atravesarlos hasta alcanzar nuestra piel... Tampoco se ha demostrado la eficacia de las soluciones alcohólicas sobre ellos. Y todo aportando a sus usuarios una falsa sensación de seguridad, como si llevaran aquellos guantes míos de boxeo.
Por contra, sí resultan convenientes en los comercios -en este caso, los de usar y tirar- al manipular frutas, verduras y otros alimentos, además de en aquellos lugares o circunstancias en los que así se determine expresamente.
Porque ante ellos, se ha mostrado mucho más efectiva la limpieza de manos: enérgica, con agua y jabón -antes que el gel desinfectante-, haciendo espuma, durante al menos dos minutos, regularmente, secándolas al aire o con alguna toalla limpia... Y aunque no lo indique en los manuales de higiene, con una sonrisa puesta.
martes, 12 de mayo de 2020
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