Desde mi época del instituto, yo he sido un hombre de Ciencias. De hecho, me decanté en el bachillerato por esa rama pura y acabé estudiando Medicina.
Durante la carrera asimilé el llamado método científico, que primero aplicaría a mis trabajos de investigación y posteriormente expuse en tantas clases de la Universidad.
Entre tesis y laboratorios deduje que, sin duda alguna, las leyes de la Ciencia rigen el mundo. E incluso que podría vivirse fuera de ellas, al igual que sobrevive un ermitaño: feliz en su ignorancia de que la Tierra ni siquiera sea plana.
Sin embargo, hubo algo que no aprendí entonces y que me lo ha enseñado esa decana llamada Vida: que hay cosas -bastantes cosas- que la Ciencia jamás podrá explicar.
En estos tiempos del Coronavirus cuesta entender cómo personas con un nivel tan alto de exposición -y pienso en alguno de mis colegas durante el ejercicio de sus funciones- no se han contagiado; cuesta adivinar ciertas recuperaciones a pesar de tantos factores de riesgo... A título personal, tampoco alcanzó a comprender muchas de las emociones vividas.
Y es que, a diferencia de lo que pensaba siendo estudiante, ahora sé que hay demasiados detalles que traspasan los límites de nuestra Ciencia. No en vano, durante estos meses he compartido experiencias con personas de gran calidad humana y profesional a ambos lados de esa frontera, habiendo asumido una mentalidad mucho más integradora. Y aún cuando mi lado científico siga exigiendo rigor a cuantos ensayos pretendan luchar contra la COVID19, mi lado más trascendente -sin renunciar por sistema a ninguna alternativa- velará para que se hagan desde el respeto, la armonía o la compasión.
Será que a estas alturas he acabado descubriendo que ambos forman las caras de mi misma moneda.
jueves, 21 de mayo de 2020
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