Por decirlo de manera gráfica, esta pandemia representa un maremoto con al menos cuatro olas demoledoras. La primera sanitaria, que se ha cobrado vidas, salud y millones de momentos por vivir. Durante los dos meses más críticos de la historia de las UCIs, hemos redefinido términos como colapso, plantillas extenuadas, falta de medios -que nunca de voluntades- o sobrecarga asistencial... Otra económica, llena de números rojos según el Banco Central Europeo y que ayer sintetizara cierto amigo gestor en esta frase: muchos negocios tendrán que cerrar... Una tercera de índole social, desigual según salarios y territorios, que establecerá más diferencias entre todos, con el riesgo añadido según el presidente de la FAO de que al final de ella pudiera haber más muertos por hambre que por el virus. Realmente terrible.. Y una última psicológica, como consecuencia del estrés al que estamos sometidos. A nuestro confinamiento, a esos miedos, a tanta incertidumbre. Los expertos ya anuncian otro aumento significativo de trastornos mentales, alguno incluso de nuevo cuño como los llamados Síndrome de la cabaña o Efecto del domingo eterno. La propia entidad Proyecto Hombre -en la que impartí clases de formación durante casi diez años- ha alertado del incremento de adicciones en este tiempo, especialmente en aquellas sin sustancia como la dependencia a los videojuegos o las apuestas a través de internet.
Para sobreponernos a tal oleaje, queda anclarse a un rompeolas que también se contagia: la Esperanza. Esperanza que aprendí de mis abuelos cuando me contaron sus mil vicisitudes, incluyendo aquella epidemia de gripe que sufrieron hace un siglo... Esperanza en que seamos mejores, más empáticos, más solidarios... Esperanza en que la especie humana -al igual que el Ave Fénix- es experta en resurgir de sus cenizas cuando menos te lo esperas... O si no, parafraseando a Aristóteles Onassis, si perdemos la Esperanza de que el mar descansará, que aprendamos al menos a navegar con vientos fuertes.
lunes, 11 de mayo de 2020
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