Recuerdo que el primer día, su madre me recibió con halagos:
- A ver si aprendes algo de Manolito, el más listo de su clase- le advirtió a su hijo refiriéndose a mí-. No como tú, que eres el último de la tuya.
Tras impartir aquella sesión, me despidió con una moneda de cinco duros y dos vasos de limonada.
El tiempo fue pasando y, a pesar de mi ayuda, aquel rapaz acabaría repitiendo curso.
En nuestra juventud, la Vida nos separó. Yo accedí a la Universidad y él se inscribió en cierta formación política. Desde allí fue medrando poco a poco. Empezó como afiliado de base, luego siendo concejal... hasta acabar con el tiempo presidiendo una Dirección General. Es cierto que entre medias cambió alguna vez de partido, pero de lo que no cambió nunca fue de objetivo: sobrevivir en Política.
Casual o causalmente, la última vez que coincidimos fue en esa estación de tren. Él regresaba de otra reunión ministerial; nosotros partíamos de vacaciones. Sonriendo como siempre, comentó a la pareja que le acompañaba que yo había sido su primer profesor de inglés.
- Para lo poco que sabes, no te sirvió de mucho -añadiría ella.
Tras despedirnos, compartí con mi mujer aquella anécdota y el cargo institucional que entonces desempeñaba.
- Desde luego, por fuera nadie lo diría.
Quizá por dentro tampoco.
En cualquier caso, nos llama la atención las vueltas que da esta Vida. A pesar de los augurios de su madre, él es quien a estas alturas me saca siete niveles administrativos... Y sobre todo, él es quien toma decisiones que luego debo cumplir.
Tal vez esa sea mi penitencia por haber consentido que a diferentes estancias accediesen a dirigirnos tantos últimos de la clase.
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