Quizá por eso, al Principito le encante el balonmano; aquel deporte que yo practiqué en el colegio y con el que alcanzamos incluso un campeonato escolar... Tal vez por ello quiera que gane nuestro Real Zaragoza, que cuando sale del coche se despida dando dos toquecitos al cristal -algo que curiosamente hacemos todos en mi familia- o que en cada excursión al campo cultive la costumbre de abrazar a algún árbol desde que sabe que ahí radica el secreto para conectar con la Naturaleza. Será que los chiquillos aprenden lo que viven... Y si anticipa que no le gusta la Medicina, creo que es más porque alguien le dijo que para estudiarla debería renunciar a muchos juegos que por falta de reflejo en mi persona.
En la Sirenita encuentro otros detalles míos. Le entusiasma leer, disfruta saboreando un tazón de chocolate y -ella sí- juega a médicos con sus muñecas. De manera que les ausculta con el fonendo, receta cualquier jarabe si tosen y en su consulta de ficción -lo que aprendió seguramente de mí- permanece atenta a dos teléfonos: uno el personal y otro el de guardia, por si sonase y tuviera que salir.
Sin embargo, lo que más me llega es que adora contar cuentos. Algunos prestados, otros míos... Y varios ideados por ella sola. Son historias sencillas, con una doctora protagonista que en sus aventuras atiende a niños que caen de su bicicleta, que se rasparon en los columpios o a quienes mordió una avispa.
Evidentemente, ser modelo de alguien resulta muy difícil, y más de serlo para tus hijos. Se trata de un proceso permanente, que exige coherencia, que conlleva una responsabilidad.
En estos meses de confinamiento esa interacción de ida y vuelta se ha intensificado. Porque yo también he aprendido mucho de ellos. Sobre todo esas tres cosas que, como asegurase el maestro Coelho, un pequeño puede siempre enseñar a los adultos: a ponerme contento sin motivo, a no estar desocupado y a saber exigir con todas mis fuerzas aquello que deseo.
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