miércoles, 22 de abril de 2020

Cuando fuimos trencillas

En estos tiempos del Coronavirus estoy pasando demasiadas cosas por mi corazón. A fin de cuentas, así se conjuga el verbo RECORDAR. Y esta mañana, tras escuchar a un amigo que depositó sus sueños en ese negocio al borde del precipicio al que esta crisis le ha acabado dando su último empujón, rememoraba aquel día cuando eso mismo pasó en mi familia.
La carpintería de papá no funcionaba. Nadie quiere sus muebles a medida o barnizados a mano. Además, existe cierta empresa que monta casas enteras por el precio de un solo dormitorio. ¡Sueca, novedosa, barata y encima lo haces tú! Con tanta competencia, su quiebra asomaba a la vuelta de la esquina.
Nos lo anunció suavemente. A partir de ahora, toca apretarse el cinturón. Y eso que nunca fuimos personas de excesos: veranos en nuestro pueblo, recortes de embutido para merendar, enseres que se heredan de mayores a pequeños... Reconozco que aquellos meses fueron duros. Mis hermanos optaron por concluir sus estudios para ponerse a trabajar. Quizá nunca les agradecí lo suficiente semejante derroche de generosidad. Yo, cursando el Bachillerato de entonces, decidí hacerme árbitro de fútbol para sufragar mis gastos. De manera que cada fin de semana -con más moral que vocación- dirigía partidos de categoría regional con los que, de paso, podía ayudar en casa.
Más de una vez hubo broncas en el partido, pero tampoco importaba. Lo realmente importante es que tras aquel silbato lucía la oportunidad de poder ser lo que yo quería ser.
Por eso siento tan cerca cuanto comparte mi amigo. Tristemente, en estas circunstancias les va a pasar a muchos. Como advirtiera don Quijote a Sancho Panza, no le daré consejos. Eso sí: sabe que estamos ahí, que nos ponemos a su disposición y que si de un modo figurado tuviera que volver a vestirme de trencilla -así se conoce en el argot periodístico a los árbitros de fútbol por el cordón trenzado donde colgaban su pito-, lo haría gustoso para ayudarle.

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