Sucedió en Navidad. Lo sé porque guardábamos cola a la entrada de un centro comercial para que Manuel pequeño entregase su carta a los Magos de Oriente. En ese momento ciertos gritos advirtieron de que alguien se había desmayado. Al aproximarnos, encontré a aquel anciano sin conciencia, aunque respirando y con latido. Iba solo. Algún móvil inocente avisó al 112 y una ambulancia se personó.
Realmente, durante mi atención no sabía qué pudo haberle pasado; sin otros medios diagnósticos, la escala de posibilidades resulta demasiado amplia. En cualquier caso, procedía evacuarle.
Al hablar con su conductor, comentó que el vehículo era solo de transporte, de manera que ni había más personal ni estaba medicalizado. Atendiendo a mi condición de médico, su coordinador me confirmó por teléfono la imposibilidad de que llegara otro equipo indicándome que -conforme a la normativa vigente- era yo el responsable de acompañar a ese paciente al Hospital. Dejando allí a mi familia, así lo hice.
Una vez en Urgencias, completamos la transferencia e intercambié con dos facultativos los datos clínicos básicos que pude constatar. El paciente seguía inconsciente. Al salir a la calle, la ambulancia se había ido.
Llamé al 112 para preguntar por ella. Entonces su coordinador me advirtió de que, efectivamente, no era un servicio de taxi y que debería regresar por mis medios. Como cerrase nuestra conversación, es cuestión de responsabilidad, al igual que lo había sido toda mi intervención. Y en efecto, la asumí. Como asumo a diario la de tantas decisiones -algunas realmente peliagudas-, amparado siempre en mi conciencia, en mis conocimientos técnicos y en ese seguro que a título personal abono cada mes a nuestro Colegio profesional.
En estos tiempos del Coronavirus, constato que el Ministerio ha procedido con urgencia a retirar un lote de cientos de miles de mascarillas defectuosas que había repartido entre las Comunidades Autónomas, incluida la mía. Muchas de ellas llegaron a ser utilizadas por sanitarios en otra praxis asistencial en la que -desde una falsa sensación de seguridad- estuvieron potencialmente desprotegidos. Ese alegato de que la mayoría no se habían distribuido o de que la empresa acabará reponiéndolas, tampoco oculta la seriedad de los hechos. ¿Saldrá algún responsable? Y es que en este cortejo del maldito virus, capitaneado por tantos miedos, asoma otro elemento que desde luego deberíamos desterrar: la irresponsabilidad.
sábado, 18 de abril de 2020
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